Prosa de Ana Guillot

fragmento de un texto en proceso de escritura

3.

Ella abre la ventana y el aire se va enraizando en el cabello. Es una corona ese viento, tibio, que alivia la cabeza, su tensión.
Sopla el viento como si el velo no pesara como si el lino del vestido no pesara como si los ojos ni las palabras ni las líneas de la mano pesaran. Quiere acariciar. Ama el viento que busca su cintura, que la mece. Ama la soltura del aire, su límpida manera de atravesar. De estar sin que lo vean. El viento se percibe en la dúctil aspereza de su canto, en la textura del cuerpo, que modifica la pose, su naturaleza de piel y de resina.
La raíz de ese aire le suelta la mirada. Andrómaca bebe el manantial de su hombre. Se instala en la negación de la caducidad. Huelga decir que habrá guerra. Y lo sabe. Pero ahora es verano y Troya, un atrevimiento.
El vientre se abulta en la huesuda certeza de ese hijo. Pero el pubis permanece en su hombre. Ella desea, y no le importa la láctea serenidad de las madres. Ella seduce, puede seducir. Al ala y el pájaro (su canto y el vuelo rasante de ese canto). El cuerpo de su hombre le parece una huella central. Un universo desplegado para amalgamarlo con el suyo. Ella acaba de abrir esa ventana. Y siente entre los dientes las ganas de morder.
Deja ella, que acaba de abrir el viento la ventana, que el aire la acalore. Se mueve la sustancia cuando obedece el ritmo de los cuerpos. Se mueve ondulatoria la sustancia. Y ella desea.
Gira, con la ventana abierta, compacta en su aureola. Duerme su hombre (o agita el pensamiento de su hembra). Yace, acostado e inmune a ese viento tenaz en la ventana.
Ella giró y se acerca. Acaricia la respiración de Héctor. Un dedo, dos, sobre la prominencia de sus límites. La caricia de amor siempre cala más profundo que los límites. Un dedo, dos, la mano en la cabeza amada. La mano detenida en el cuello perfecto, estilizado. La mano en el cuello de Héctor. La ventana que permanece abierta. El aire que no deja de tensar.

© Ana Guillot